EL VIOLIN (Salida al cine)

“Corazón apasionado,
disimula tu tristeza”.
Canto popular mexicano.

En La noche que lo dejaron solo, uno de los 17 relatos de El llano en llamas, Feliciano Ruelas acorta el camino hacia su pueblo hasta que desde un alto observa a los soldados que torturan y cuelgan a sus parientes de un mezquite en mitad de un corral. El hombre se arrastra y se arrincona – se nos cuenta - porque sabe que lo están esperando. Luego, endereza su cabeza, echa a correr hacia el arroyo, y se abre paso entre los pajonales sin volverse atrás ni detenerse. En el film El Violín (2005) de Vargas Quevedo, Genaro, hijo de Don Plutarco y padre de Lucio, se agacha para observar desde lo alto de la sierra a los soldados que masacran a su pueblo. Con sigilo, se endereza, corre y, sin volverse atrás, se adentra en los pajonales.
Es éste un eco afortunado, sin duda. Pero hay más en este film: la resonancia de las voces de cada uno de los personajes rulfianos; la alusión permanente a la desolación o al abandono de Luvina o de Comala; la huida y el andar onerosos del campesino mexicano sobre el camino que no conduce a ninguna parte; la estaticidad del tiempo que imposibilita la concreción de los trayectos, y ese sueño colectivo resuelto en peregrinaciones inútiles que definen la historia de los pueblos latinoamericanos. Asuntos que motivaron, quizás, la opera prima del joven director mexicano, Francisco Vargas Quevedo.

No obstante, otras cosas suceden. Porque si bien llama nuestra atención la naturalidad con la que interviene en esta obra la gran voz de Diles que no me maten, Es que somos muy pobres o Nos han dado la tierra para recordarnos que el dolor o la culpa, el anhelo de justicia o de venganza, el fatalismo o el futuro como imposibilidad categórica han desembocado en una imagen de hombre fallido que termina por perderse en su propio paisaje, también este film nos invita a referenciar un ámbito tan seductor como la literatura misma: la obra fotográfica de Juan Rulfo como otra forma de resonancia en la obra cinematográfica que nos ocupa.

Y aquí, debo detenerme. Tengo en mis manos un maravilloso regalo que guardaban para mí, antes de conocerme, el especialista mexicano en Cine y Ciudad, Héctor Quiroz y Marylin Baudeneau, escritora y estudiosa de la literatura latinoamericana. Se trata de Juan Rulfo – fotográfo – una linda edición de Círculo de Arte – México, 2005, en la que Andrew Dempsey escribe un interesante ensayo sobre Rulfo, y nos muestra una serie de 31 obras de este excepcional artista que nunca se concibió como fotógrafo. Yo las vuelvo a visitar. Y lo hago con la misma emoción que me produjo la fotografía de Martín Boege Paré en El Violín, un mes antes de recibir este libro. Es decir, con el mismo sentimiento de que La Anciana de Apán, los Àrboles en la neblina, los Músicos de Jalisco, el Niño de Oaxaca con instrumentos musicales, la Barda de adobe en Guadalajara, el Ferrocarril de carga y, ante todo, los Arrieros en un camino de Nada de esto es sueño, la Plantación de magueyes, la Entrada a una hacienda y el Paisaje fluvial (que no se encuentran en esta edición) son imágenes que salen y regresan a los cuentos de Rulfo de la misma manera que Martín Boege Paré y Vargas Quevedo intercambiaron miradas con la iconografía rulfiana (escrita o capturada por su ojo -eso quiero creer-) para poder abrirle paso a Don Plutarco en la llanura; para poder plantarlo junto a su nieto Lucio en los magueyes; para darle más fuerza a los cielos desbordados de azufre que nos remiten en el film a aquella otra voz que dice desde otro relato rulfiano: “Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: Puede que sí."

El violín, es quizás para muchos una obra posmoderna. Es posible. Seguramente los críticos especializados se han detenido en interesantes análisis intersemióticos que podrían enriquecer nuestra interpretación de lo que es esta cadena de traducciones de otras traducciones que aquí se resolvieron en un texto tan hermoso y nuevo. Por el contrario, yo no he podido sino limitarme a compartir algunas observaciones que me llevan indefectiblemente a retomar el pensamiento de Octavio Paz cuando expresa que al mexicano, “ser que se encierra y se preserva, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación…Una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad…todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables”. Así en El Violín, un film que por universal no deja de acercarnos a una poética mexicana en la que un violín es el hermoso pretexto para sumergirnos literalmente en una caja de resonancias tristes que contiene no sólo un argumento sino las claves más secretas que esconden la relación milenaria entre el indígena y el campesino mexicano con la música, prolongación – se ha dicho - de su cosmovisión y su vida.

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