LA VIE EN ROSE (Salida al cine)


Si uno de los propósitos del cine es el de "inquietarnos", al punto de agravar nuestra desazón frente a la realidad, Olivier Dahan nos invita, por espacio de 140 minutos, a pensar lo impensable (en términos deleuzeanos) con su último trabajo cinematográfico, La Mome (distribuida para el público de lengua inglesa con el título La vie en rose).

Y decimos pensar lo impensable, porque este film, en buena medida, nos "obliga" a ver más allá de la extraordinaria vida de Edith Piaf, y de un discurso narrativo en el que la problemática social y psicológica del personaje se subordina a una estructura fílmica que eleva las imágenes más agónicas sobre sí mismas, permitiéndonos descubrir nuevos y utópicos órdenes de ideas y conceptos. Y esto nos inquieta.

La Mome nos ofrece, entonces, una serie de imágenes fragmentadas y asintácticas de la infancia, adolescencia, juventud y vejez prematura de Edith Piaf que, si bien nutren la memoria del personaje, parecieran expresar la perturbación del propio Dahan ante la imposibilidad de encontrarle un asidero físico al personaje. Así, la errancia a la que estuvo expuesta Edith Piaf durante toda su vida se expresa en el film mediante el choque de fuerzas de un pasado y un futuro, casi ilimitados, que se resuelven en un presente frágil y discontinuo.

No obstante, es en esa errancia del personaje que no se resigna a dejar de fluir que, paradójicamente, comenzamos a percibir su rigidez. Cuando la enfermedad comienza a deteriorar su cuerpo, sentimos su dificultad para asumir el movimiento; y, entonces, reconocemos la inutilidad de las palabras para anunciar la descomposición final y la muerte. Mediante el recurso de una hermosa elipsis de sonido, también Dahan nos recuerda el poder de la carencia. Edith Piaf canta por primera vez ante un auditorio, pero no escuchamos su voz que se subordina al sentimiento efímero, aunque poderoso, de libertad del personaje cuya imagen se eleva ante nosotros.

Los primeros planos del rostro de Edith Piaf a lo largo del relato expresan la inocencia que nunca alcanzó a perder; el abandono y el desencanto de siempre, cuando no el pánico, la ira o la soberbia. El amor, sin embargo, nunca se manifiesta como plenitud; es un deseo que no puede ser resuelto y, por ello, es lo único que el personaje expresa verbalmente, como consejo, al responder una entrevista.

Su mirada, por otra parte, concentrada en cada uno de los primeros planos, se manifiesta como cronosigno, una imagen que identifica su compleja y dramática relación con el espacio y con el mundo. Es por ello, que el signo deviene en algo más que una simple representación de afección. Recordemos a Edith observando la muñeca en la vitrina que se le cierra como un telón de fondo; o su mirada detenida sobre los ojos de Marcel en el restaurante durante su primer encuentro. Indudablemente, son imágenes que trascienden el episodio, vinculándose (no enlazándose) sutilmente con otras, más naturalistas, a mi juicio.

Hagamos memoria de la figura de Edith como un elemento más de la composición de los escenarios más sórdidos de París; o de su cuerpo, siendo aún muy niña, interviniendo el espacio del burdel. No olvidemos tampoco su figura minimizada y decrépita, haciendo suyo todo el mar, desde la orilla, mientras teje. Por último, asociemos estas imágenes con el profundo carácter reflexivo de otro signo: la figura de Edith Piaf como un elemento más de la composición del gran teatro, desde donde se comunica la gran tragedia del relato: la fuerza y la caída de la artista.

En síntesis, nos referimos a las imágenes representadas por un espacio único que, lejos de darnos una idea de totalidad, recrean una visión particular de la topografía de París y Nueva York. Un espacio puramente conceptual en el que el montaje posiblemente haya sido subordinado a la mirada interior y a la tensión del personaje que supimos heredar sus espectadores.

La Mome es la historia de una mujer que se enfrentó al mundo desde la soledad. Un ser humano que siempre tuvo conciencia de su talento por el gran poder de una voz que expresó su enorme fragilidad afectiva. Pero, como toda obra cinematográfica, este film también asume la misión de develar el problema de la ética individual, colectiva y universal. Por lo tanto, no podemos escapar, y salimos del teatro con el malestar que nos impone la condición humana al sabernos una vez más expuestos, desde la fragilidad del film, al abuso del poder, a la sumisión, y a la imposibilidad de asumir lo impensable.

4 MESES, 3 SEMANAS y 2 DIAS (Salida al cine)

"What is drama, after all, but life with the dull bits cut out..." (Truffaut)

Roman es una pequeña ciudad. Durante más de 500 años de invasiones, destacados artistas y arquitectos fueron convocados por los cristianos ortodoxos y católicos para edificar sus fortalezas. Sin embargo, la ciudad no aparece en el mapa, y si llegamos a ella es por accidente. Porque nos dirigimos hacia el nordeste de Rumania para respirar el campo de Moldavia. Porque deseamos conocer los monasterios que guardan las más aniguas escrituras épicas de la región. Porque nos han dicho que Iasi es la ciudad obligada; o por ese raro sentimiento que nos dirige siempre hacia las tumbas de los célebres, y ya hemos leído tanto a Ion Creanga.

Y es en Roman donde transcurre 4 luni, 3 saptamani si 2 zile (4 meses, 3 semanas y 2 días), el último film de Christian Mingiu, y el primero de la serie Amintiri din epoca de aur (Recuerdos de la época de oro). Sólo que en este relato, la ciudad se exhibe con una iconografía distinta. Desprovista de sus más interesantes referentes paisajísticos naturales y urbanos, aquí se fragmenta para ser sólo la ciudad rumana de los multifamiliares en serie; de los autobuses que se desplazan puntuales por las amplias avenidas; de las calles empedradas, estrechas y apagadas; de los rincones desolados.

Es esta la ciudad del relato, la que interesó a Mingiu. La ciudad-país (Roman o Rumania) de los espacios prodigiosos y banales, tan vacuos como transcendentes, tan enigmáticos como comprensibles donde se abolió el derecho a la expresión individual mientras se intentaba construir, desde la más pura transparencia, o la más abominable arbitrariedad, un concepto de colectividad durante la llamada Era Comunista.

Rumania, 1986. Esa es la referencia. La que aparece allí impresa, abajo y a la derecha del marco que encierra los detalles de la habitación estudiantil que comparten Otilia Mihartescu y Gabriela Dragut. El país y el año que contextualizan este film, pero también las coordenadas que señalan los procesos políticos conducidos por Mihail Gorvachov _y mediados por su embajador en Rumania_ para desestabilizar y lograr la abolición (tres años más tarde) del régimen de Nicolae Ceausescu. El final de un periodo que había ocultado las prácticas corruptas de un grupo significativo de la clase dirigente y las acciones deleznables del ciudadano del común.

Así, Roman es la ciudad en la que Otilia se desplaza para resolver el aborto de su amiga Gaby. El lugar por donde transita, comprando jabón y cigarrillos americanos en el mercado negro; sobornando y siendo víctima del chantaje; entrando y saliendo de los edificios públicos y privados donde sostiene diálogos personales y anónimos. El sitio desde donde es observada – sin que ella lo sospeche- cuando pretende obviar el pago del autobús, al indagar por alguien en la calle, o al cruzar un puente y perderse de vista, aunque nosotros sepamos que un ojo invisible sigue allí –estático-, reclamando su presencia hasta que nos señala abruptamente donde está.

4 luni, 3 saptamani si 2 zile es un film de situaciones severas en el que el aborto – exhibido con la crudeza que impone su misma naturaleza_ no es el tema. Asumo, contrario a lo que muchos han expresado, que este es tan sólo un buen pretexto para conducirnos a algo mucho más hondo: al camino introspectivo que el buen cine psicologista traza para mostrar al ser humano confundido en su deseo por afirmar su individualidad.

Y Otilia es este personaje. La mujer que pone en evidencia su aturdimiento al pretender vulnerar las convenciones sociales, actuando por sí sola, y sin que medie la reflexión. De allí, quizás, que ella misma nos prohíba observar los hechos que delatan su más profunda intimidad, dándonos, literalmente, la espalda para fijar su mirada en el blanco de una pared, y desviándola del espejo desde donde observa a Gaby para que no seamos partícipes de lo que su amiga hace y siente.

Víctima de las situaciones, Otilia, sin embargo, se define a sí misma a lo largo del relato como un ser humano tan amoral como los personajes que enfrenta. Tan carente de una ética individual como sus seres más cercanos, y tan pragmática como el sistema. Es, sin embargo, su dolorosa coparticipación en su propia violación, y su extrañeza - mezcla de curiosidad y terror- cuando observa el feto, lo que la vulnera: las experiencias que le permiten ser inquisidora. Entonces, hace tímidas preguntas a su amiga Gaby, y reclama con más fuerza una toma de posición a su novio Adi; no obstante, decae y opta nuevamente por el silencio.

El final es revelador. La historia se cierra con un nuevo plano estático que nos permite observar con detenimiento los gestos abatidos de las jóvenes en el restaurante del Hotel Tineretului (¡El Hotel de la Juventud!) cuando el mesero les ofrece un plato de riñones, hígado y sesos de la boda que se celebra en el salón contiguo. Entonces, Otilia le dice a Gaby que nunca más hablarán sobre lo ocurrido. Y, como si se atreviera a ser reconocida por primera vez, desvía su mirada hacia la ventana y observa hacia fuera, a nosotros, el ojo invisible que la ha seguido todo el tiempo.

De pronto, recordamos a Antoine Doinel. Los ojos tristes de un joven que nos observan sin miedo, al final de su historia. Aunque, tal vez, sólo se posen sobre la mirada de los guardias del Reformatorio que lo han seguido hasta el mar. ¡Los cuatrocientos golpes de Truffaut!

EL VIOLIN (Salida al cine)

“Corazón apasionado,
disimula tu tristeza”.
Canto popular mexicano.

En La noche que lo dejaron solo, uno de los 17 relatos de El llano en llamas, Feliciano Ruelas acorta el camino hacia su pueblo hasta que desde un alto observa a los soldados que torturan y cuelgan a sus parientes de un mezquite en mitad de un corral. El hombre se arrastra y se arrincona – se nos cuenta - porque sabe que lo están esperando. Luego, endereza su cabeza, echa a correr hacia el arroyo, y se abre paso entre los pajonales sin volverse atrás ni detenerse. En el film El Violín (2005) de Vargas Quevedo, Genaro, hijo de Don Plutarco y padre de Lucio, se agacha para observar desde lo alto de la sierra a los soldados que masacran a su pueblo. Con sigilo, se endereza, corre y, sin volverse atrás, se adentra en los pajonales.
Es éste un eco afortunado, sin duda. Pero hay más en este film: la resonancia de las voces de cada uno de los personajes rulfianos; la alusión permanente a la desolación o al abandono de Luvina o de Comala; la huida y el andar onerosos del campesino mexicano sobre el camino que no conduce a ninguna parte; la estaticidad del tiempo que imposibilita la concreción de los trayectos, y ese sueño colectivo resuelto en peregrinaciones inútiles que definen la historia de los pueblos latinoamericanos. Asuntos que motivaron, quizás, la opera prima del joven director mexicano, Francisco Vargas Quevedo.

No obstante, otras cosas suceden. Porque si bien llama nuestra atención la naturalidad con la que interviene en esta obra la gran voz de Diles que no me maten, Es que somos muy pobres o Nos han dado la tierra para recordarnos que el dolor o la culpa, el anhelo de justicia o de venganza, el fatalismo o el futuro como imposibilidad categórica han desembocado en una imagen de hombre fallido que termina por perderse en su propio paisaje, también este film nos invita a referenciar un ámbito tan seductor como la literatura misma: la obra fotográfica de Juan Rulfo como otra forma de resonancia en la obra cinematográfica que nos ocupa.

Y aquí, debo detenerme. Tengo en mis manos un maravilloso regalo que guardaban para mí, antes de conocerme, el especialista mexicano en Cine y Ciudad, Héctor Quiroz y Marylin Baudeneau, escritora y estudiosa de la literatura latinoamericana. Se trata de Juan Rulfo – fotográfo – una linda edición de Círculo de Arte – México, 2005, en la que Andrew Dempsey escribe un interesante ensayo sobre Rulfo, y nos muestra una serie de 31 obras de este excepcional artista que nunca se concibió como fotógrafo. Yo las vuelvo a visitar. Y lo hago con la misma emoción que me produjo la fotografía de Martín Boege Paré en El Violín, un mes antes de recibir este libro. Es decir, con el mismo sentimiento de que La Anciana de Apán, los Àrboles en la neblina, los Músicos de Jalisco, el Niño de Oaxaca con instrumentos musicales, la Barda de adobe en Guadalajara, el Ferrocarril de carga y, ante todo, los Arrieros en un camino de Nada de esto es sueño, la Plantación de magueyes, la Entrada a una hacienda y el Paisaje fluvial (que no se encuentran en esta edición) son imágenes que salen y regresan a los cuentos de Rulfo de la misma manera que Martín Boege Paré y Vargas Quevedo intercambiaron miradas con la iconografía rulfiana (escrita o capturada por su ojo -eso quiero creer-) para poder abrirle paso a Don Plutarco en la llanura; para poder plantarlo junto a su nieto Lucio en los magueyes; para darle más fuerza a los cielos desbordados de azufre que nos remiten en el film a aquella otra voz que dice desde otro relato rulfiano: “Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: Puede que sí."

El violín, es quizás para muchos una obra posmoderna. Es posible. Seguramente los críticos especializados se han detenido en interesantes análisis intersemióticos que podrían enriquecer nuestra interpretación de lo que es esta cadena de traducciones de otras traducciones que aquí se resolvieron en un texto tan hermoso y nuevo. Por el contrario, yo no he podido sino limitarme a compartir algunas observaciones que me llevan indefectiblemente a retomar el pensamiento de Octavio Paz cuando expresa que al mexicano, “ser que se encierra y se preserva, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación…Una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad…todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables”. Así en El Violín, un film que por universal no deja de acercarnos a una poética mexicana en la que un violín es el hermoso pretexto para sumergirnos literalmente en una caja de resonancias tristes que contiene no sólo un argumento sino las claves más secretas que esconden la relación milenaria entre el indígena y el campesino mexicano con la música, prolongación – se ha dicho - de su cosmovisión y su vida.

LOS GRANDES DEL DEBATE (Salida al cine)


El casi inexistente reconocimiento a las contribuciones de la comunidad negra en el arte y la literatura; el impacto social de la raza blanca en el mundo; el artificio de la guerra; la necesidad de asumir desde la juventud un rol en las transformaciones sociales; y el valor del trabajo fueron tan sólo algunos de los temas sobre los que reflexionó el poeta afroamericano Melvin B. Tolson en Caviar and cabbage, columna de opinión que mantuvo, entre 1937 y 1944, en The Washington Tribune.
Un título fuertemente sugestivo que podríamos asociar, de entrada, a un gospel brunch en Harlem, al "soul food" que compartimos una vez finaliza el servicio religioso del domingo, allí o en cualquier barrio negro de Kansas o Missouri. Pero, también a lo más selecto, porque Tolson nos invita a probar el alimento de los dioses, el esturión que habitó desde siempre el Mar Caspio para asegurar la fuerza de los guerreros de la tierra y del mar, aunque solo lo consuman unos pocos.

Pura ironía. Tolson sabía jugar inteligentemente. Sin importar si se trataba del poema más dramático, más denso o más inextricable (como los que, posiblemente, no llegó a escribir su amigo, el gran Langston Hughes); o del discurso de la cátedra, en el que imponía su afanosa mirada y su rigor a los jóvenes de Texas; o de las reuniones políticas y clandestinas que apoyaba con una pasión que se llegaba a confundir con el poder avasallador de su lógica; allí estaba él, combinando palabras, simulando y fingiendo asombro ante lo obvio para desenmascarar a los enemigos y sensibilizar a los más próximos como un aprendiz eterno y rabioso que escribía para manifestar su obstinación.


Leamos, y conozcámoslo un poco:

In the ostinato of stamping feet and clapping hands,
the Promethean bard of Lenox Avenue became alost loose-leafas memory vignetted Rabelaisian I's of the Boogie-Woogie dynasty in barrel houses,
at rent parties, on riverboats, at wakes:
The Toothpick, Funky Five, and Tippling Tom!Ma Rainey,
Countess Willie V., and Aunt Harriet!Speckled Red, Skinny Head Pete, and StormyWeather!Listen, Black Boy.
Did the High Priestess at 27 rue de Fleurusassert,
"The Negro suffers from Nothingness!"
Hideho confided like a neophyte on The Walk,
"jazz is the marijuana of the Blacks"
In the tribulum of dialectics,
I juggled the idea:
then I observed,
"jazz is the philosophers' egg of the Whites."

El poema (que no necesita explicación) nos convoca al juego. Observemos, por ejemplo, el ejercicio musical mediante el cual el afroamericano pisa o patea con fuerza (stamps his feet), una y otra vez, para marcar el territorio, y asegurar con su sello (stamp) personal y colectivo su presencia en la historia de una nación; tal y como lo hiciera Rabelais, desde la literatura —con igual dosis de ironía y por distintos motivos— en plena Edad Media.

Pero aquí, en el poema, el bardo que se pronuncia en cualquier esquina de Lenox Avenue es el mismo que canta poemas en los establecimientos baratos (barrel houses) con su desinhibido y poderoso estilo rítmico del blues y del jazz (barrel house). Otro juego semántico para Tolson que construye un diálogo desde una ironía magistral para pedirle al niño negro que asuma, insista, piense, juzgue y se anticipe al lenguaje de los blancos (al assert blanco) para no ser más que ilustración, memoria de viñeta, y responda a todos (incluida Gertrude Stein —the High Priestess—), mediante el ostinato, con el sostenido incesante y ampliado de sus pies, y con la voz del Hideho man, del scatter que lleva dentro. Para que pueda responder que el blanco debe hacer todo un ejercicio de pensamiento trascendente para atrapar, comprender e intentar asumir el jazz mientras que el negro sólo necesita la adivinación y la magia porque lo lleva consigo. (¡Gracias, poeta Miguel Iriarte, por tu feliz aporte cuando yo intentaba descifrar estos dos últimos versos!).

Pero, ¿nos confunde Tolson? ¿Nos enloquece su sintaxis? Para mí que la respuesta está allí, en el mismo poema: He juggles the idea, pero para ganar nuestro aprecio por lo que dice y por lo que no dice pero está allí mismo, en el texto.

Por último, hagamos un poco de justicia, confesando que mi interés por Tolson se reactivó hace poco tiempo, luego de ver tantas veces la película The Great Debaters (2007), dirigida por Denzel Washington, con el propósito de seducir a mis estudiantes en la búsqueda de la palabra poética, política y periodística de un hombre que necesitamos vivo, aquí con nosotros, para que continúe formulando el gran debate.

Si bien el film muestra de manera cuidadosa y honesta —también destacada— al Tolson profesor y político, la propuesta de Washington sobre el hombre-poeta fue particularmente interesante, en cuanto construida casi en silencio, alimentándose de frases, referencias pertinentes y datos sugestivos. La sola mención al hombre que expresó: I've known rivers:/ I've known rivers ancient as the world and older than the flow of human blood in human veins (Langston Hughes); o a la mujer que escribió: My song has the ush sweetness/ Of moist, dark lips/ Where hymns keep company/ With old forgotten banjo songs (Gwendolyn B. Bennett) hace de esta película un gran documento.

Porque Washington supo invitarnos a descubrir la poesía, la más poderosa actividad revolucionaria del espíritu, fundamental para la transformación de cualquier sociedad.

UNA PASION IMPRESENTABLE (Letras)

Muy buenas tardes. Hoy tengo el agrado de compartir con ustedes la novela Una Pasión Impresentable de la escritora y periodista barranquillera, Lola Salcedo Castañeda, a quien le debo el haberme confiado de manera tan personal esta obra.

Si bien es ésta la segunda edición de una historia ya conocida por muchos lectores desde 1994, sabemos que cada intervención genera en cada escenario, en cada público y en cada generación aproximaciones y vínculos distintos. De allí, que hoy esta experiencia, especialmente con el público universitario, pueda provocar la revelación de los códigos más secretos de la historia de esta ciudad.

Intentaremos presentar, entonces, lo impresentable. En primera instancia, a una mujer del Caribe colombiano, Doña Tera Fernández de Lafaurie, quien, desde una posición burguesa, lastimosa y triste, supo esperar la muerte de su esposo para iniciar un reconocimiento, si bien no profundo, sí exacerbado de su propia conciencia, identificando lo que la había separado de sí misma y del mundo que la rodeó desde su juventud hasta la madurez. Pero Doña Tera no sólo representa a la mujer del Caribe. A mi juicio, es el símbolo de una ciudad tan ensimismada como la mujer misma que, en su afán por defender su intimidad, históricamente sufre el aislamiento, renunciando inexorablemente a decirse, a expresarse, a ser. Doña Tera es La Bella, una ciudad dueña de secretos tan impresentables como vergonzantes que terminan por asumirse con una actitud hosca cuando no frenética o deprimida.

Es así como La Bella se afirma y niega a lo largo de la obra. Como una adolescente, la ciudad en crecimiento y en búsqueda de identidad, sufre en su afán inútil por construir una idea, un sentido que le pueda asignar un lugar en la historia. Y extraviada en la superficialidad de los preceptos religiosos, morales, sociales y políticos se abre eufórica ante lo que entiende por progreso para terminar cerrándose en las relaciones más triviales y abominables que no le permiten decidir sobre su propio cuerpo.

La Bella, ciudad-mujer terrible y recatada, es también un instrumento del egoísmo del hombre. Doña Tera vive para hacer cumplir la norma, la ley y la moral impuesta por su amo y señor, Don Gervasio Lafaurie, desde el silencio y la sumisión. Y, aunque nunca se le pide su consentimiento, hace cumplir sus propósitos. Por consiguiente, no debemos observarla como simple depositaria de una serie interminable de mezquindades, vejaciones y actos miserables que la van desvaneciendo y extinguiendo a lo largo de su historia personal, sino como un personaje activo, influyente y decisivo en el destino de la ciudad que es su propio destino.

El médico, Antonio Mariotti, por su parte, será el gran testigo de este relato. Un personaje a quien el azar le impone el reconocimiento de la ciudad con una mirada que va más allá de la lectura de las apariencias. Mariotti se anticipa a los síntomas; es decir, a la enfermedad emocional de Doña Tera, y a la enfermedad de la ciudad y, por ello, tiene la dura misión de señalar, diagnosticar y predecir el final. Sin embargo, no podemos ignorar que Mariotti es el médico de la Bella, sujeto de amor y sujeto cultural de un tiempo del que no puede sustraerse, por lo que, como todos los demás personajes, termina asumiendo el gran miedo, incapaz de transgredir los formalismos, usos, tradiciones y, fatalmente, el cuerpo de Doña Tera que aprende a explorar con la mirada para sobresaltarse y distanciarse, antes de cometer algún exceso. Mariotti, primo del esposo de Doña Tera, y fiel a sus principios, opta por defender la intimidad de la ciudad o el pudor de la mujer, ocultando sus más íntimos deseos.

Una Pasión Impresentable, es la historia de las relaciones cotidianas en un entorno en el que triunfan los valores más vitales de una comunidad provinciana y moralista, mientras cada personaje muere lentamente mientras los confirma. Por ello, La Bella es singular. Los hombres le cantan y la intentan seducir mientras las mujeres responden con sus cuerpos en el baile; pero se cautivan mutuamente mediante un diálogo que es más una licencia temporal, un intercambio efímero de soledades ante las que se imponen la inmovilidad y el silencio. Los cuerpos en La Bella se desdicen; el erotismo no se resuelve, y el amor no existe.

En esta ciudad, la mujer es la víctima, una víctima que ha callado por demasiadas décadas, lo que la convierte paradójicamente en la última victimaria. Doña Tera no se castiga hacia el final de su vida porque decide, trágicamente, castigar a sus semejantes con su propia vida. Conocedora de los más íntimos detalles de sus adversarios, penetra la realidad como lo hubiera podido hacer su marido. Conquista el terreno, lo coloniza y dispone a sus súbditos, preparándolos para la muerte. Y Doña Tera, experta en la simulación, nunca muestra sus heridas.

Es este un relato en el que el drama se construye sobre un lenguaje procaz que define a los personajes, a la ciudad y, extrañamente, al narrador principal de rara tendencia omnisciente. Y subrayo la procacidad en cuanto que la insolencia, el cinismo, la indecencia, la obscenidad y el atrevimiento son las condiciones que terminan por definir cabalmente la desvergüenza de nuestra ciudad-mujer, la cual, a pesar de haberse prohibido los excesos y el mal gusto, asume con naturalidad el reclamo desde una brutalidad verbal que de alguna manera traduce su indefensión ante el fracaso. Doña Tera y sus primas; Don Gervasio; Mirandita, el asistente; los empleados y El doctor tampoco encuentran otra manera de expresar su desdicha y desconcierto sino a través de un lenguaje casi maldito mediante el cual comprendemos el horror que sienten ante su propia presencia.

Es así como Lola Salcedo nos enfrenta y confronta con un lenguaje explosivo y lascivo que denota la profunda oscuridad que yace en cada uno de los personajes para resolverse en ira. En la Bella no se ama, ni siquiera a los hijos; los personajes viven individualidades que existen para preservar los intereses de una colectividad que se desprecia a sí misma, lo que los lleva a construir cadenas de eventos incongruentes, intempestivos, ligeros y deshonestos que se conciben desde una ética fundamentada en el autoritarismo y el poder.

Pero, observemos al narrador. Para mí que es una suerte de voz que juega con el esquema narrativo tradicional omnisciente, aunque se permite cruzar ciertas palabras con un segundo narrador intra y homodiegético (Doña Tera) quien, como personaje de la historia narrada por esa primera voz, se ve en la obligación de intervenir para contarnos su propia versión de los hechos. Es decir, Doña Tera pide, casi a gritos, la palabra a esa primera voz, introduciéndonos en un nivel narrativo que exige una interpolación en la que el segundo relato hacia el final de la novela, queda subordinado de la misma manera que va cediendo ante la intromisión de los familiares muertos con quienes Doña Tera disfraza largos y profundos monólogos. Como quiera que haya sido concebido por la autora, este nivel del relato nos conduce progresivamente del discurso de la primera voz a la segunda, resaltando un mundo interior que consolida la relación del lector con la obra a través de la voz de la mujer que confirma la presencia de la muerte.

Leer Una Pasión Impresentable, es también enfrentarnos a la desolación del personaje femenino que, confundido entre lo vivo y lo inerte se sirve de un maniquí para representarse tal y como es: una imagen de vitrina o de escaparate tan artificial como ella misma. De allí, que a pesar de vestirlo con tejidos sensuales, colores vivos y escotes profundos lo mantenga tan oculto como cuando lo encontró en un cuarto de sanalejo.


La novela de Lola Salcedo, nos invita, por otra parte, a observar la muerte como la experiencia que lleva a los personajes a afianzar sus tradiciones. La muerte abre y cierra cada capítulo al abrir y cerrar la historia personal de Doña Tera. Las manos sellando el ataúd de Gervasio Lafaurie con clavos de plata; el cuerpo de Mirandita convertido en sombra; el aroma de Don Gervasio en la estancia, todo se resuelve en una idea de muerte que nos recuerda que allí en La Bella todos prefieren morir antes que vulnerar su cotidianeidad y su mundo; cualquier cosa antes que romper con la tradición. Todo menos modificar viejas costumbres que permitan a algún aparecido tomarse la ciudad, ingresar al club, definir o dirigir la economía de la región, casarse y mezclarse con los suyos.

Desearía finalizar esta breve presentación, recordando que también estos personajes están expuestos a la belleza. Cómo olvidar a Doña Tera conociendo el amor mientras aspiraba el ramo de gardenias frescas que le ofreció el primer día Don Gervasio. O la primera cercanía con sus primas, a los meses de nacidas, sobre una vaqueta puesta en una terraza del Caribe mientras su madre y las tías se ponían al día con los rumores y las noticias de la ciudad. Leamos a La Bella, rendida al calor del mediodía, esperando, año tras año, un campo sembrado de colores en el cielo para festejar la Noche de Velitas, espacio de celebración de la vida y la muerte en Barranquilla, ese, el gran motivo que desencadenó la gran pasión en la novela.