Si uno de los propósitos del cine es el de "inquietarnos", al punto de agravar nuestra desazón frente a la realidad, Olivier Dahan nos invita, por espacio de 140 minutos, a pensar lo impensable (en términos deleuzeanos) con su último trabajo cinematográfico, La Mome (distribuida para el público de lengua inglesa con el título La vie en rose).
Y decimos pensar lo impensable, porque este film, en buena medida, nos "obliga" a ver más allá de la extraordinaria vida de Edith Piaf, y de un discurso narrativo en el que la problemática social y psicológica del personaje se subordina a una estructura fílmica que eleva las imágenes más agónicas sobre sí mismas, permitiéndonos descubrir nuevos y utópicos órdenes de ideas y conceptos. Y esto nos inquieta.
La Mome nos ofrece, entonces, una serie de imágenes fragmentadas y asintácticas de la infancia, adolescencia, juventud y vejez prematura de Edith Piaf que, si bien nutren la memoria del personaje, parecieran expresar la perturbación del propio Dahan ante la imposibilidad de encontrarle un asidero físico al personaje. Así, la errancia a la que estuvo expuesta Edith Piaf durante toda su vida se expresa en el film mediante el choque de fuerzas de un pasado y un futuro, casi ilimitados, que se resuelven en un presente frágil y discontinuo.
No obstante, es en esa errancia del personaje que no se resigna a dejar de fluir que, paradójicamente, comenzamos a percibir su rigidez. Cuando la enfermedad comienza a deteriorar su cuerpo, sentimos su dificultad para asumir el movimiento; y, entonces, reconocemos la inutilidad de las palabras para anunciar la descomposición final y la muerte. Mediante el recurso de una hermosa elipsis de sonido, también Dahan nos recuerda el poder de la carencia. Edith Piaf canta por primera vez ante un auditorio, pero no escuchamos su voz que se subordina al sentimiento efímero, aunque poderoso, de libertad del personaje cuya imagen se eleva ante nosotros.
Los primeros planos del rostro de Edith Piaf a lo largo del relato expresan la inocencia que nunca alcanzó a perder; el abandono y el desencanto de siempre, cuando no el pánico, la ira o la soberbia. El amor, sin embargo, nunca se manifiesta como plenitud; es un deseo que no puede ser resuelto y, por ello, es lo único que el personaje expresa verbalmente, como consejo, al responder una entrevista.
Su mirada, por otra parte, concentrada en cada uno de los primeros planos, se manifiesta como cronosigno, una imagen que identifica su compleja y dramática relación con el espacio y con el mundo. Es por ello, que el signo deviene en algo más que una simple representación de afección. Recordemos a Edith observando la muñeca en la vitrina que se le cierra como un telón de fondo; o su mirada detenida sobre los ojos de Marcel en el restaurante durante su primer encuentro. Indudablemente, son imágenes que trascienden el episodio, vinculándose (no enlazándose) sutilmente con otras, más naturalistas, a mi juicio.
Hagamos memoria de la figura de Edith como un elemento más de la composición de los escenarios más sórdidos de París; o de su cuerpo, siendo aún muy niña, interviniendo el espacio del burdel. No olvidemos tampoco su figura minimizada y decrépita, haciendo suyo todo el mar, desde la orilla, mientras teje. Por último, asociemos estas imágenes con el profundo carácter reflexivo de otro signo: la figura de Edith Piaf como un elemento más de la composición del gran teatro, desde donde se comunica la gran tragedia del relato: la fuerza y la caída de la artista.
En síntesis, nos referimos a las imágenes representadas por un espacio único que, lejos de darnos una idea de totalidad, recrean una visión particular de la topografía de París y Nueva York. Un espacio puramente conceptual en el que el montaje posiblemente haya sido subordinado a la mirada interior y a la tensión del personaje que supimos heredar sus espectadores.
La Mome es la historia de una mujer que se enfrentó al mundo desde la soledad. Un ser humano que siempre tuvo conciencia de su talento por el gran poder de una voz que expresó su enorme fragilidad afectiva. Pero, como toda obra cinematográfica, este film también asume la misión de develar el problema de la ética individual, colectiva y universal. Por lo tanto, no podemos escapar, y salimos del teatro con el malestar que nos impone la condición humana al sabernos una vez más expuestos, desde la fragilidad del film, al abuso del poder, a la sumisión, y a la imposibilidad de asumir lo impensable.
Y decimos pensar lo impensable, porque este film, en buena medida, nos "obliga" a ver más allá de la extraordinaria vida de Edith Piaf, y de un discurso narrativo en el que la problemática social y psicológica del personaje se subordina a una estructura fílmica que eleva las imágenes más agónicas sobre sí mismas, permitiéndonos descubrir nuevos y utópicos órdenes de ideas y conceptos. Y esto nos inquieta.
La Mome nos ofrece, entonces, una serie de imágenes fragmentadas y asintácticas de la infancia, adolescencia, juventud y vejez prematura de Edith Piaf que, si bien nutren la memoria del personaje, parecieran expresar la perturbación del propio Dahan ante la imposibilidad de encontrarle un asidero físico al personaje. Así, la errancia a la que estuvo expuesta Edith Piaf durante toda su vida se expresa en el film mediante el choque de fuerzas de un pasado y un futuro, casi ilimitados, que se resuelven en un presente frágil y discontinuo.
No obstante, es en esa errancia del personaje que no se resigna a dejar de fluir que, paradójicamente, comenzamos a percibir su rigidez. Cuando la enfermedad comienza a deteriorar su cuerpo, sentimos su dificultad para asumir el movimiento; y, entonces, reconocemos la inutilidad de las palabras para anunciar la descomposición final y la muerte. Mediante el recurso de una hermosa elipsis de sonido, también Dahan nos recuerda el poder de la carencia. Edith Piaf canta por primera vez ante un auditorio, pero no escuchamos su voz que se subordina al sentimiento efímero, aunque poderoso, de libertad del personaje cuya imagen se eleva ante nosotros.
Los primeros planos del rostro de Edith Piaf a lo largo del relato expresan la inocencia que nunca alcanzó a perder; el abandono y el desencanto de siempre, cuando no el pánico, la ira o la soberbia. El amor, sin embargo, nunca se manifiesta como plenitud; es un deseo que no puede ser resuelto y, por ello, es lo único que el personaje expresa verbalmente, como consejo, al responder una entrevista.
Su mirada, por otra parte, concentrada en cada uno de los primeros planos, se manifiesta como cronosigno, una imagen que identifica su compleja y dramática relación con el espacio y con el mundo. Es por ello, que el signo deviene en algo más que una simple representación de afección. Recordemos a Edith observando la muñeca en la vitrina que se le cierra como un telón de fondo; o su mirada detenida sobre los ojos de Marcel en el restaurante durante su primer encuentro. Indudablemente, son imágenes que trascienden el episodio, vinculándose (no enlazándose) sutilmente con otras, más naturalistas, a mi juicio.
Hagamos memoria de la figura de Edith como un elemento más de la composición de los escenarios más sórdidos de París; o de su cuerpo, siendo aún muy niña, interviniendo el espacio del burdel. No olvidemos tampoco su figura minimizada y decrépita, haciendo suyo todo el mar, desde la orilla, mientras teje. Por último, asociemos estas imágenes con el profundo carácter reflexivo de otro signo: la figura de Edith Piaf como un elemento más de la composición del gran teatro, desde donde se comunica la gran tragedia del relato: la fuerza y la caída de la artista.
En síntesis, nos referimos a las imágenes representadas por un espacio único que, lejos de darnos una idea de totalidad, recrean una visión particular de la topografía de París y Nueva York. Un espacio puramente conceptual en el que el montaje posiblemente haya sido subordinado a la mirada interior y a la tensión del personaje que supimos heredar sus espectadores.
La Mome es la historia de una mujer que se enfrentó al mundo desde la soledad. Un ser humano que siempre tuvo conciencia de su talento por el gran poder de una voz que expresó su enorme fragilidad afectiva. Pero, como toda obra cinematográfica, este film también asume la misión de develar el problema de la ética individual, colectiva y universal. Por lo tanto, no podemos escapar, y salimos del teatro con el malestar que nos impone la condición humana al sabernos una vez más expuestos, desde la fragilidad del film, al abuso del poder, a la sumisión, y a la imposibilidad de asumir lo impensable.