ENSAYOS SOBRE EDUCACION

LA ESCRITURA: ENTRE LA ORALIDAD PRIMARIA Y LA ORALIDAD SECUNDARIA

Mientras los cultores de la tradición oral en Colombia se dedican a enaltecerla y se preocupan por dar a conocer las tradiciones mediante presentaciones orales o textos escritos, la cultura oral secundaria generada por la radio, la televisión y la internet avanza discriminatoria, aunque vertiginosamente, por los cables y redes virtuales de las ciudades, pueblos y caseríos de un país que lucha contra la violencia y la muerte en medio de las balas y los discursos de globalización.

Oralidad primaria y oralidad secundaria: dos dinámicas psicosociales que, paradójicamente, se encuentran en un momento histórico en el que los docentes nos vemos abocados a un problema que no sólo nos remite a la contemporaneidad. Un problema que va más allá de los métodos y metodologías aplicadas, pero también de las lúcidas propuestas trazadas por el Ministerio de Educación Nacional durante los últimos años, de los diseños cada vez más innovadores de los Proyectos Educativos Institucionales, o de los retos del mundo universitario que se debate entre la necesidad de producir investigación en tiempo record, y la ignorancia de un pueblo que aún no toca la Modernidad.

Nuestro problema es mucho más antiguo y subsiste desde la Colonia: no hay cultura de la escritura, por lo que no ha habido una cultura del libro. No hay pensamiento, puesto que no ha habido una cultura de la escritura y del libro. Hoy, siglo y medio más tarde, sin embargo, el asunto se torna doblemente complejo: la cultura de los medios de comunicación (masiva e interpersonal) que sí existe, se interpone en un proceso de enseñanza que había dado sus primeras señales tan sólo en la década de los ochenta.

Escritura significativa: un tema reciente e inicialmente pedagógico (fueron pocos los linguistas del siglo XX que se interesaron en esta área) que, a estas alturas, los docentes reconocen como definitivo en el desarrollo del pensamiento, y que, sin lugar a dudas, saben cuán lejano se encuentra del aprendizaje de las técnicas de transcripción de sonidos en forma gráfica. Habría que permanecer por varios días en las escuelas de algunas comunas de Medellín, o en los pueblos del norte de Bolívar, por ejemplo, para observar la dinámica de un trabajo docente, directo y enriquecedor, sin el soporte de la más elemental tecnología y con la más básica infraestructura física de sus planteles para comprender lo que se hace, y, entonces, emitir un juicio crítico sobre un proceso que comienza intervenido por los rasgos de una herencia basada en la oralidad primaria que promueve la narración basada en el anecdotario, la música popular y el rumor, en medio de redes de tevecables que se cruzan por los terrenos baldíos y desiertos, cuando no han sido tocados por la guerra.

Pero regresemos. En 1778, el proyecto educativo modernizador del Fiscal Moreno y Escandón no fue aprobado. La política borbónica expresó abiertamente que no quería sobrepasar ciertos límites. ¿Por qué? De haberse implementado, se hubiera eliminado el juramento de fidelidad a la doctrina de Santo Tomás (que no la opción de estudiarlo) y proscrito el memorismo en la Escuela, así como el criterio de autoridad como fuente única del conocimiento. Demasiado riesgo para un poder tan debilitado.

Al conocerse el dictamen, Moreno calificó la educación existente como una "inútil jeringonza". Jeringonza que ni el grito de Independencia, ni la conformación de la República, ni nuestra democracia, tan representativa y ejemplar ante el mundo durante décadas, pudieron o quisieron detener. Sería necesario estudiar las causas que impidieron una verdadera revolución educativa, al margen de las leyes y decretos que, a partir de la década de los sesenta, impulsaron la alfabetización, la cobertura y la educación obligatoria en Colombia.

Así que no nos queda más que dar un salto en el tiempo. Marzo de 1994. Jaime Niño Díez toma una decisión que había estado pendiente durante décadas. Con la resolución 02151 se atrevió a transgredir el sistema educativo de un país que copiaba modelos extranjeros, obligando a sus niños a venerar a Dios, cuando no a la patria, pero ante todo a ejercitar la memoria desde el enfoque y los parámetros de la educación bancaria. Al decretar una nueva lectura de la realidad y del país desde al aula, el ex ministro puso en evidencia un ejercicio y un proyecto nacional de la inteligencia que, sin duda alguna, personajes de la Educación como Antanas Mockus, habían pensado y trabajado a nivel individual o grupal desde la década de los setenta en el escenario universitario.

Desde 1997, se dieron los primeros debates sobre construcción de pensamiento en los foros y congresos pedagógicos del país; también al interior de las instituciones públicas y privadas. De tal modo, que han transcurrido un poco más de diez años desde que se diseñaran los primeros proyectos educativos institucionales en los que la Escritura se dimensionara como destreza, competencia o como potencial de carácter social y cultural.

Sí, no llevó más de cien años proponerlo. Igual sucedió en todos los países latinoamericanos, incluyendo a Argentina que contaba con una trayectoria académica importante. Recordemos que fue tan sólo a mediados de la década de los 70 cuando investigadoras de la importancia de Emilia Ferreiro, Ana María Kaufman, Delia Lerner y Ana Teberosky iniciaron sus estudios comparados en esta área. Recordemos también que sus investigaciones fueron obstaculizadas por los regímenes de derecha en su país de origen.

Estamos, pues, ante una situación que debe ser observada con rigor, pero con paciencia. Porque formar jóvenes pensadores-escritores en los planteles educativos, sin haber transformado las marcas de la oralidad en los procesos escriturales; sin haber fortalecido la verdadera tolerancia que poco tiene que ver con el discurso que se vende como por encargo; sin haber analizado la función de los medios al interior de la escuela, o haber obtenido el derecho a expresarse públicamente en un país que nunca permitió la argumentación razonada, y que no desarrolló la argumentación lógico matemática, es una tarea lenta y gradual que no puede pretender gozar de resultados exitosos al final de cualquier jornada educativa.

Los que estamos frente a esta situación, sabemos que ésta no sólo afecta el ámbito académico; tampoco depende exclusivamente de éste. Se trata de un síntoma cultural y social del lugar que han venido ocupando la escritura y el pensamiento en la Historia, y que su debilidad o fortaleza han tenido y tienen implicaciones en los esquemas mentales de nuestros gobernantes, dirigentes y administradores del bien público y privado. Ellos se suman a los modelos multiplicadores del conocimiento y del pensamiento de la sociedad.

Gracias a la tecnología puedo entablar diálogos permanentes con docentes e investigadores de esta área en mi país y en el exterior. Y coincido con ellos, al igual que con algunos profesores de mi ciudad, en que la labor desde el aula debe trascender el salón de clase, que requerimos de una mirada universal al problema de la Escritura, pero que el reto para cada uno de nosotros está aquí, ahora, frente a los grupos de jóvenes que, finalmente, seducidos por un fragmento, un texto, una imagen; por un recuerdo o por su historia familiar o colectiva han comenzado a escribir en un espacio que es de ellos, respondiendo a un proceso de formación que no podríamos determinar en el tiempo.

Sin importar lo que dure la realización de este sueño, que algunos comenzaron a denominar empresa, es necesario que todas las instancias involucradas en los procesos de formación se responsabilicen de su papel en la consecución de la cultura escrita que nunca tuvimos, sin abandonar la oralidad primaria ni el desarrollo de la oralidad secundaria que imponen las nuevas tecnologías.

Como en tantas áreas, América Latina tendría que trabajar el doble para colocarse en los niveles del mundo desarrollado. Pero como la propuesta del Virrey fue rechazada, el tomismo agotó nuestra formación filosófica, y el argumento de autoridad fue el único que aprendimos, nuestras preocupaciones terminan, con frecuencia, en vagas y difusas inculpaciones o en acciones coyunturales.

Una sociedad que escribe es antes una sociedad que piensa. Pero enseñar a pensar implica conceder unos niveles de libertad que nosotros, en Colombia, no hemos conocido. La tarea es tan urgente como infinita.

TRANSYLVANIA (Salida al cine)

Los paisajes más desolados de la región de Transilvania se convierten en algo increíblemente vivo en la película de Tony Gatlif, estrenada en Francia en octubre de 2006. Y no sólo vivo sino tan familiar a nuestros ojos que tenemos la impresión de haberlos recorrido muchas veces. Ese es el poder de las leyendas y del cine que, apelando a lo maravilloso, crean en nosotros una extraña necesidad por aprehender lo inasible.

La Transilvania de Gatlif es la historia de Zingarina, una joven italiana que atraviesa Rumania en busca de su amor, un hombre que, después de haberla seducido con el sonido de la música, la abandona para regresar a su país. Pero Zingarina debe encontrarlo para sentir el rechazo y el más fuerte sentimiento de abandono; debe perder su camino y, como el destino lo impone, cruzar la meseta de Transilvania. Entonces, respondiendo al sentido de su nombre, vagabundea y viaja, atrapada por el misterio de los Cárpatos.

Si bien Transilvania ha sido un enigma a lo largo de la historia, lo cierto es que esta región ha poseído a quienes la han asumido como objeto de deseo. Bastaría recordar a Ladislao I de Hungría, sojuzgándola y siendo sojuzgado por ella; a los magiares, defendiéndola contra la invasión turca; a Vlad Tepes, Hijo del Diablo o Príncipe de Valaquia, empalando a los turcos y a los húngaros en su castillo de Valaquia mientras se deja hipnotizar por el sonido del Lago Vidraru, y, por supuesto, a Bram Stoker quien, desde su oficio de escritor, supo recorrer los senderos que nunca transitó.

Sí, La tierra más allá del bosque (1888), como la llamó el británico Emily Gerard para nombrar una de sus crónicas, ha enamorado a grandes personajes de la historia de la misma manera que sedujo a Gatlif quien, posiblemente atrapado en su propio historial, logró capturar nuestra emoción.

En el film, Zingarina es nuestro objeto de deseo. Regida por sus pasiones e instintos, la sabemos incapaz de reconstruir su pasado ni proyectar futuro. Siente y transita los caminos de la misma forma que pasa por nosotros, inasible e inalcanzable; ella es el presente puro, apenas reconocible y, por lo tanto, deseada. Y su comportamiento, como el de todos los personajes de este film, debe ser asumido como extraordinario, porque en TranSylvania la extrañeza se vuelve paulatinamente cotidiana, revistiéndose de naturalidad y de música. El tema que interpreta su amante en Francia la seduce; la voz de Luminita es literalmente luz en el camino hacia la búsqueda; el sonido del piano advierte una presencia. Desde que Zingarina se pierde en el Carnaval entre gitanos, campesinos, bailarines y cantantes se produce en ella una especie de catarsis que la prepara desde la música para asumir la leyenda que es ella misma. Ya Marie, su amiga francesa, lo había presentido cuando pide a un grupo de músicos que callen, que alejen la música de ellas, aunque la deja partir.

Muchas otras son las imágenes, casi fantasmagóricas, recubiertas de música, que refuerzan la ilusión de este film: dos ancianas levitando sobre una cama tocan el bajo cuando Tchangalo entra en busca de Zingarina y también levita al escuchar la melodía; tres músicos campesinos entonan viejos temas populares que intentan exorcizar el mal de amor. Todos cantan en TranSylvania para redimirse de sus culpas, de sus miedos, del abandono o la soledad.

Sin embargo, la naturaleza en TranSylvania también confronta a sus personajes: un detalle de nieve sobre un árbol, el rojo de una hoguera o el movimiento de los cuervos sobre un pedazo de cielo deben ser observados por ellos y por nosotros con la lentitud que exige una pieza de talla oriental o un verso de George Bacovia.

Bien por TranSylvania, un film que establece un pacto secreto con su público, a la manera de las grandes leyendas y los mitos para acercarnos a una irrealidad que surge de cada uno de sus escenarios, escenas y elementos que, por imposibles, no dejan de ser fieles a la realidad de Transilvania y que persistirán, sin duda, en la cotidianidad de nuestra memoria.

EN DEFENSA DEL FESTIVAL DE POESIA DE MEDELLIN (Desde la otra orilla)

El Festival Internacional de poesía de Medellín es un bien universal común. Ha sido alcanzado, aumentado y protegido por millares de colombianos y extranjeros que han asumido la poesía desde su experiencia personal (como poetas y escuchas -apasionados o no-), pero también como acto que nos permite trascender nuestro universo más íntimo para llegar al otro. El festival es fiesta, celebración colectiva de la palabra escrita que se desprende del libro y de la voz del poeta para ir al encuentro de una comunidad que crece con y durante el ritual sagrado de la palabra dicha.

Por ello, no debería requerir defensa alguna. Es. Está. Existe para custodiar el derecho a pensar y a sentir y a proyectar un mundo en el que la palabra debería ser concebida como portadora de pensamiento crítico y, por lo tanto, como acto libertario. No tendríamos, por consiguiente, que defender la tarea de quienes han hecho posible que el ser humano (independientemente de las impresionantes cifras de asistentes que registra el festival) se haya asumido como constructor y deconstructor del universo simbólico que es la poesía. Cómo calificar, entonces, a quienes descreen de un ritual colectivo que convoca para reevaluar la existencia?

Pero, por supuesto, esto puede resultar peligroso para aquellos que se percatan que las palabras adquieren de pronto una connotación distinta a la establecida; o que el lenguaje poético transgrede los signos impuestos por El Estado, descifrando sus convenciones y denunciando de una manera sospechosa (para muchos) la cadena de actos deplorables que nos han conducido a la miseria y a la muerte.

Pero, ya es tarde. La palabra poética en el Festival Internacional de Medellín ha dramatizado, desdramatizado y promovido una catarsis colectiva, única en el mundo, a través de la cual la comunidad comienza a resignificar la realidad, porque la poesía, indefectiblemente, siempre ha puesto en evidencia la gran tragedia humana de todos los tiempos, y esa, quiérase o no, resulta casi una misión que nos afecta para enriquecer la vida.

Nuestras consideraciones se dirigen a los estamentos gubernamentales o mediáticos (que es lo mismo) que han pretendido desdibujar, debilitar o aniquilar los procesos culturales y sociales de un Festival que no cederá en su tarea de vincularnos con las voces que representan los misterios de las raíces más sagradas de los pueblos del mundo. Un logro que, sin duda, debería ser interpretado desde los preceptos más éticos y con suficiente lucidez por todos los colombianos, pero, especialmente, por los hombres de letras, y por cada uno de los escritores y poetas de un país que se empeña día a día en ensombrecer las actividades revolucionarias del espíritu.

APUNTE A LAPIZ (Letras)



Como si se tratara de un preludio, La vieja casa, este primer poema en tres actos del libro Apunte a lápiz (Ediciones Paso Bajito/Luna Rota. R.D., 2007) del escritor dominicano René Rodríguez Soriano, nos invita a observar el universo de su casa materna para luego presentarnos una serie de 19 bocetos que develan esa suerte de nobleza que sólo puede ser heredada de la tierra, y que llega sola, como si fuera un privilegio, a aquellos que nacen sabiendo que una porción de campo, de cielo, de río o de sabana les ha pertenecido desde siempre.



Era del tamaño del mundo la sala de la casa,
Y como el océano, poblado por sus peces,
Sus algas y sus rocas,
Era el patio
Que terminaba donde pastaba el ganado
Y algún potrillo perseguía las mariposas
O más allá donde bebían los arco iris,
Era de azul y rosa y olía a geranios,
Hierbabuena y azucenas,
Amplia, cálida y dulce
Como el abrazo de mamá
Cuando me dejaba o me tomaba de la cama.

He aquí el primer canto del preludio de La vieja Casa que Rodríguez Soriano celebra con nosotros. Su pedazo de tierra, el espacio en el que el poeta se lanza para poner a prueba su memoria, y su habilidad paisajística, redescubriéndose en el color y la textura, en los sonidos y sabores que advirtió puro en la niñez, o desde la inquieta sensualidad adolescente para ser revelados, una vida después, con tanta transparencia.

Sin duda, ilustra este libro una de las más caras tendencias del llamado modernismo: la búsqueda (nunca tardía) de la belleza. Porque cada uno de sus poemas es un acto estético en sí mismo...

¿Se habrá cocido alguna vez
en horno alguno
pan tan dulce y tan frugal
como el que comí en sus manos?.

pero también, un experimento plástico que nos permite resignificar el mundo del poeta a través de una lectura que no exige la más mínima elucubración de nuestra parte, porque la euforia verbal de Rodríguez Soriano y sus ideas se traducen en un suave y sabio lirismo en el que la elementalidad de la palabra o la complejidad más formal (cuando nos expone a sus juegos sinestésicos, o a alguna que otra moderada aliteración) convierten estos poemas en una obra impresionista y polifónica.

Concebido como un diálogo incesante y silencioso entre los elementos del paisaje, los enseres domésticos y la mirada de los padres y los fantasmas campesinos, este poemario es un eco sentimental en el que el carácter mágico de la infancia, sin embargo, ensombrece cualquier atisbo de melancolía.

Si miro hacia el profundo y amplio verde
Me pierdo en la mañana mansa y húmeda:
No hago otra cosa que mirarme en su sonrisa
Sosegada ventana de la estancia.
Franca, alta, encorvada y solidaria

Porque La vieja casa, desde donde el poeta escucha las canciones del abuelo, o las tonadas de los trabajadores en el campo; y observa como se dibuja un mapa bajo la torva luz de una astilla de cuava; o descifra el misterioso pentagrama del abecedario y los números, antes de amar por primera vez en el cafetal del lado oeste del patio, es el mismo lugar desde el cual hoy se regocija: su habitación y su morada, su lugar en la poesía. O como expresó con tanta hondura y belleza Aurelio Arturo: un largo, un oscuro salón, tal vez la infancia, en su Canción del ayer -Morada al Sur-.

El pasado mes de julio, René Rodríguez Soriano nos ofreció su palabra en el I Festival Internacional de Poesía Afrocaribe en Barranquilla. Una suerte de alegría para POEmARíO, para todos los que tuvimos el privilegio de conocer algunas de sus obras y escucharlo en este otro lugar del Gran Caribe.

BOB DYLAN (Viejos amigos)

Bob Dylan ya era un mito cuando lo escuché por primera vez. Yo vivía en Ciudad de Guatemala y tenía 14 años, y, aunque me molestó no haberlo conocido antes, me consolaba la idea de pertenecer a la generación de los setenta. Dylan parecía estar allí, muy cerca, para nosotros, y su música se vendía en los alrededores de la Torre del Reformador por lo que yo sólo tenía que cruzar la avenida, buscar la calle 2, y tropezarme con él en las vitrinas.

Entonces, lo escuchaba en compañía, porque mis amigos también querían a Dylan para ellos, por lo que debía esperar el anochecer para inventar una nueva sesión en la que estuviéramos a solas, él y yo, en la penumbra de la terraza de aquella casa de la Zona 9, donde yo imaginaba que él cantaba para mí Mr. tambourine man y Blowing in the wind, y copiaba cuidadosamente sus canciones, devolviendo una y otra vez el brazo del tocadiscos familiar mientras sentía que aquello no era un sacrificio.

Lo digo, sin nostalgia, porque no anhelo mis recuerdos. Pero fue así. Con Dylan empecé a descubrir la poesía, porque hasta entonces sólo leía novelas y cuentos y caminaba las montañas y los ríos y las avenidas de tantos países de la mano de mis padres. Aunque, de pronto, sin darme cuenta, también pude comprender que vivir era más que literatura y viajes y cine y discos nuevos de Bob Dylan porque él me anunciaba, sin sospechar las consecuencias, la ruina del tiempo, los árboles asustados y un pesar loco que rodeaba el mundo todo. Entonces, supe que había sido él quien había vulnerado mi inocencia y no tuve más remedio que agradecérselo, dejando a un lado el miedo y tanto asombro para poder, tranquilamente, amarlo.

Años más tarde, sentados alrededor de una chimenea, fumando y bebiéndonos todo el brandy posible en la Sabana, mis amigos y yo amanecíamos en cualquier finca lejos de Bogotá para celebrar a Dylan. Era el año 1976 y vivíamos desenfrenadamente su poesía pero también la música que nos regalaba, en pequeñas dosis diarias, para reposar nuestra pasión y así poder asumir la exigencia de la universidad; el ritmo acelerado de las manifestaciones políticas a las que nos uníamos con cautela para marchar unos pasos atrás de los sindicalistas, de los jóvenes del MOIR o de los incipientes grupos de ambientalistas que anunciaban la gran tragedia. Cómo olvidar a aquel grupo de estudiantes de la Escuela Nacional de Arte Dramatico entonando alguna vez, bajo la fina lluvia bogotana y con la solemnidad que impone cualquier himno, Blowing in the wind. Estábamos allí seguramente en el mismo instante en que Dylan presenciaba el estreno de El último vals y The Band se retiraba de la escena.

Pero Bob Dylan también comprometía nuestros espacios más íntimos: hacíamos el amor siempre acompañados por su voz, sabiendo que era imposible relegarlo porque nos recordaba que nunca seríamos el Jorobado de Notre Dame, ni Caín ni Abel, y que la rueda de la fortuna nos presagiaría buenas nuevas si nos manteníamos firmes en la Calle de la Desolación. Pero con tanto amor, también llegaba la agonía. Un miedo raro, que después supe de todos y hoy siento milenario, pero que por aquellos años nos invadía con la sola sensación de que podíamos caer.

Cuando regresé a Bucarest, en 1978, me reencontré con Bob Dylan en el Marines House, el único lugar donde podíamos escuchar rock gracias a la amistad de los infantes norteamericanos. Había sido uno de mis refugios tres años atrás cuando, como estudiante de bachillerato en Rumania, descubrí aquel bar de marinos afables, jóvenes y demasiado rubios que nos recibían como sus huéspedes cada fin de semana para compartir la música y el baile, las películas de cartelera, juegos rápidos de ajedrez y los mejores yellowbirds que jamás haya tomado. Nunca pude esclarecer qué hacían realmente el resto de la semana, pero era emocionante el solo imaginar con mis amigas qué estrategias idearían aquellos chicos para intentar seducirnos cada noche, prometiéndonos lo último de Led Zeppelin o de Cat Stevens que nunca acababa de llegar pero que en algún momento me entregaría clandestinamente un hermoso joven griego que yo amaba.

Pero sí nos sorprendían. A medianoche transformaban la pista en un cálido salón de cine, instalaban con orgullo su moderno proyector y anunciaban un video de Bob Dylan que había llegado en valija diplomática para que ellos y nosotros, los privilegiados amigos extranjeros, pasáramos la crudeza del invierno. Entonces, se hacía un magnifico silencio y moríamos un poco cuando la luz se encendía nuevamente para que ellos, los marines, cantaran: may you build a ladder to the Star/And climb on every rung/May you stay forever young/ Forever young, forever young/ May you stay forever young, porque lo pedíamos a gritos mientras nos lamentábamos de no haber estado en el Winterland de San Francisco.

Hoy, he buscado con afán alguna fecha memorable que pudiera propiciar la publicación de este texto de pronto tan sentido. Y no la hay. Pero aquí estoy, viviéndote otra vez, Bob Dylan, casi como la primera vez.