BOB DYLAN (Viejos amigos)

Bob Dylan ya era un mito cuando lo escuché por primera vez. Yo vivía en Ciudad de Guatemala y tenía 14 años, y, aunque me molestó no haberlo conocido antes, me consolaba la idea de pertenecer a la generación de los setenta. Dylan parecía estar allí, muy cerca, para nosotros, y su música se vendía en los alrededores de la Torre del Reformador por lo que yo sólo tenía que cruzar la avenida, buscar la calle 2, y tropezarme con él en las vitrinas.

Entonces, lo escuchaba en compañía, porque mis amigos también querían a Dylan para ellos, por lo que debía esperar el anochecer para inventar una nueva sesión en la que estuviéramos a solas, él y yo, en la penumbra de la terraza de aquella casa de la Zona 9, donde yo imaginaba que él cantaba para mí Mr. tambourine man y Blowing in the wind, y copiaba cuidadosamente sus canciones, devolviendo una y otra vez el brazo del tocadiscos familiar mientras sentía que aquello no era un sacrificio.

Lo digo, sin nostalgia, porque no anhelo mis recuerdos. Pero fue así. Con Dylan empecé a descubrir la poesía, porque hasta entonces sólo leía novelas y cuentos y caminaba las montañas y los ríos y las avenidas de tantos países de la mano de mis padres. Aunque, de pronto, sin darme cuenta, también pude comprender que vivir era más que literatura y viajes y cine y discos nuevos de Bob Dylan porque él me anunciaba, sin sospechar las consecuencias, la ruina del tiempo, los árboles asustados y un pesar loco que rodeaba el mundo todo. Entonces, supe que había sido él quien había vulnerado mi inocencia y no tuve más remedio que agradecérselo, dejando a un lado el miedo y tanto asombro para poder, tranquilamente, amarlo.

Años más tarde, sentados alrededor de una chimenea, fumando y bebiéndonos todo el brandy posible en la Sabana, mis amigos y yo amanecíamos en cualquier finca lejos de Bogotá para celebrar a Dylan. Era el año 1976 y vivíamos desenfrenadamente su poesía pero también la música que nos regalaba, en pequeñas dosis diarias, para reposar nuestra pasión y así poder asumir la exigencia de la universidad; el ritmo acelerado de las manifestaciones políticas a las que nos uníamos con cautela para marchar unos pasos atrás de los sindicalistas, de los jóvenes del MOIR o de los incipientes grupos de ambientalistas que anunciaban la gran tragedia. Cómo olvidar a aquel grupo de estudiantes de la Escuela Nacional de Arte Dramatico entonando alguna vez, bajo la fina lluvia bogotana y con la solemnidad que impone cualquier himno, Blowing in the wind. Estábamos allí seguramente en el mismo instante en que Dylan presenciaba el estreno de El último vals y The Band se retiraba de la escena.

Pero Bob Dylan también comprometía nuestros espacios más íntimos: hacíamos el amor siempre acompañados por su voz, sabiendo que era imposible relegarlo porque nos recordaba que nunca seríamos el Jorobado de Notre Dame, ni Caín ni Abel, y que la rueda de la fortuna nos presagiaría buenas nuevas si nos manteníamos firmes en la Calle de la Desolación. Pero con tanto amor, también llegaba la agonía. Un miedo raro, que después supe de todos y hoy siento milenario, pero que por aquellos años nos invadía con la sola sensación de que podíamos caer.

Cuando regresé a Bucarest, en 1978, me reencontré con Bob Dylan en el Marines House, el único lugar donde podíamos escuchar rock gracias a la amistad de los infantes norteamericanos. Había sido uno de mis refugios tres años atrás cuando, como estudiante de bachillerato en Rumania, descubrí aquel bar de marinos afables, jóvenes y demasiado rubios que nos recibían como sus huéspedes cada fin de semana para compartir la música y el baile, las películas de cartelera, juegos rápidos de ajedrez y los mejores yellowbirds que jamás haya tomado. Nunca pude esclarecer qué hacían realmente el resto de la semana, pero era emocionante el solo imaginar con mis amigas qué estrategias idearían aquellos chicos para intentar seducirnos cada noche, prometiéndonos lo último de Led Zeppelin o de Cat Stevens que nunca acababa de llegar pero que en algún momento me entregaría clandestinamente un hermoso joven griego que yo amaba.

Pero sí nos sorprendían. A medianoche transformaban la pista en un cálido salón de cine, instalaban con orgullo su moderno proyector y anunciaban un video de Bob Dylan que había llegado en valija diplomática para que ellos y nosotros, los privilegiados amigos extranjeros, pasáramos la crudeza del invierno. Entonces, se hacía un magnifico silencio y moríamos un poco cuando la luz se encendía nuevamente para que ellos, los marines, cantaran: may you build a ladder to the Star/And climb on every rung/May you stay forever young/ Forever young, forever young/ May you stay forever young, porque lo pedíamos a gritos mientras nos lamentábamos de no haber estado en el Winterland de San Francisco.

Hoy, he buscado con afán alguna fecha memorable que pudiera propiciar la publicación de este texto de pronto tan sentido. Y no la hay. Pero aquí estoy, viviéndote otra vez, Bob Dylan, casi como la primera vez.

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