TRANSYLVANIA (Salida al cine)

Los paisajes más desolados de la región de Transilvania se convierten en algo increíblemente vivo en la película de Tony Gatlif, estrenada en Francia en octubre de 2006. Y no sólo vivo sino tan familiar a nuestros ojos que tenemos la impresión de haberlos recorrido muchas veces. Ese es el poder de las leyendas y del cine que, apelando a lo maravilloso, crean en nosotros una extraña necesidad por aprehender lo inasible.

La Transilvania de Gatlif es la historia de Zingarina, una joven italiana que atraviesa Rumania en busca de su amor, un hombre que, después de haberla seducido con el sonido de la música, la abandona para regresar a su país. Pero Zingarina debe encontrarlo para sentir el rechazo y el más fuerte sentimiento de abandono; debe perder su camino y, como el destino lo impone, cruzar la meseta de Transilvania. Entonces, respondiendo al sentido de su nombre, vagabundea y viaja, atrapada por el misterio de los Cárpatos.

Si bien Transilvania ha sido un enigma a lo largo de la historia, lo cierto es que esta región ha poseído a quienes la han asumido como objeto de deseo. Bastaría recordar a Ladislao I de Hungría, sojuzgándola y siendo sojuzgado por ella; a los magiares, defendiéndola contra la invasión turca; a Vlad Tepes, Hijo del Diablo o Príncipe de Valaquia, empalando a los turcos y a los húngaros en su castillo de Valaquia mientras se deja hipnotizar por el sonido del Lago Vidraru, y, por supuesto, a Bram Stoker quien, desde su oficio de escritor, supo recorrer los senderos que nunca transitó.

Sí, La tierra más allá del bosque (1888), como la llamó el británico Emily Gerard para nombrar una de sus crónicas, ha enamorado a grandes personajes de la historia de la misma manera que sedujo a Gatlif quien, posiblemente atrapado en su propio historial, logró capturar nuestra emoción.

En el film, Zingarina es nuestro objeto de deseo. Regida por sus pasiones e instintos, la sabemos incapaz de reconstruir su pasado ni proyectar futuro. Siente y transita los caminos de la misma forma que pasa por nosotros, inasible e inalcanzable; ella es el presente puro, apenas reconocible y, por lo tanto, deseada. Y su comportamiento, como el de todos los personajes de este film, debe ser asumido como extraordinario, porque en TranSylvania la extrañeza se vuelve paulatinamente cotidiana, revistiéndose de naturalidad y de música. El tema que interpreta su amante en Francia la seduce; la voz de Luminita es literalmente luz en el camino hacia la búsqueda; el sonido del piano advierte una presencia. Desde que Zingarina se pierde en el Carnaval entre gitanos, campesinos, bailarines y cantantes se produce en ella una especie de catarsis que la prepara desde la música para asumir la leyenda que es ella misma. Ya Marie, su amiga francesa, lo había presentido cuando pide a un grupo de músicos que callen, que alejen la música de ellas, aunque la deja partir.

Muchas otras son las imágenes, casi fantasmagóricas, recubiertas de música, que refuerzan la ilusión de este film: dos ancianas levitando sobre una cama tocan el bajo cuando Tchangalo entra en busca de Zingarina y también levita al escuchar la melodía; tres músicos campesinos entonan viejos temas populares que intentan exorcizar el mal de amor. Todos cantan en TranSylvania para redimirse de sus culpas, de sus miedos, del abandono o la soledad.

Sin embargo, la naturaleza en TranSylvania también confronta a sus personajes: un detalle de nieve sobre un árbol, el rojo de una hoguera o el movimiento de los cuervos sobre un pedazo de cielo deben ser observados por ellos y por nosotros con la lentitud que exige una pieza de talla oriental o un verso de George Bacovia.

Bien por TranSylvania, un film que establece un pacto secreto con su público, a la manera de las grandes leyendas y los mitos para acercarnos a una irrealidad que surge de cada uno de sus escenarios, escenas y elementos que, por imposibles, no dejan de ser fieles a la realidad de Transilvania y que persistirán, sin duda, en la cotidianidad de nuestra memoria.

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